En el mundo de hoy vivimos hiper-estimulados. Nos la pasamos corriendo a mil por hora de un lado para otro chuleando listas de tareas pendientes, o, brincando de una tarea a otra sin poder completar ninguna por nuestra incapacidad de mantenernos enfocados en una sola cosa -precisamente por la cantidad de estímulos que están permanentemente luchando por nuestra atención-. Por todos lados nos llegan mensajes, notificaciones, chats, recordatorios de pendientes; nuestra mente está siempre llena, ocupada.
Durante el día estamos todo el tiempo -o casi todo- planeando, imaginando, resolviendo, anticipando, recordando, comparando, evaluando; nuestra mente se pasa la mayoría del tiempo trabajando, nos mantenemos en modo “hacer” mucho más que en modo “ser”. Es más, cuando nos preguntan quiénes somos respondemos qué hacemos y cuando nos reiteran la pregunta nos encartamos, por la misma razón por la que nos encartamos con el silencio, la pausa y la quietud. No estamos acostumbrados a estar en modo “ser”, por eso a pesar de que constantemente nos quejemos del ritmo frenético en el que vivimos, cuando la vida nos entrega calma no sabemos qué hacer con ella.
Hace poco estuve en un retiro de meditación zen donde el maestro Randy Wolbert dijo “Solemos creer que el silencio es vacío; sin embargo, el silencio está lleno de respuestas”. Y de hecho esa fue la sensación que me quedó después de cuatro días de silencio. En el silencio y la quietud logramos escuchar aquello que en el día a día queda sepultado bajo el ruido. Usualmente nuestra mirada está dirigida hacia afuera, hacia la cantidad y velocidad de cosas que están pasando a nuestro alrededor y que luchan constantemente por nuestra atención. En silencio y quietud la mirada se dirige hacia adentro, la atención se vuelca al cuerpo, a la mente, a nuestro mundo interior.
El silencio nos permite darnos cuenta de nuestro diálogo interno -el cual se mantiene encendido pero con el corre corre diario poca atención le prestamos-, nos permite notar patrones de pensamiento, nos muestra los lugares comunes a los que va nuestra mente, nos expone emociones recurrentes, nos obliga a sentir y a simplemente ser, más que a pensar y a hacer; nos permite volver a nosotros mismos, regresar al centro, conectar con todo eso que nos habita. El silencio habilita la auto observación y por ende, el autoconocimiento; nos permite despejar lo nuestro, lo propio, lo auténtico. Nos permite limpiar, aclarar, vaciar; nos concede el regalo de habitarnos, dándonos cuenta mientras lo hacemos.
Si sueles practicarlo, poco tengo para decir pues ya el silencio te lo ha dicho. Si no lo has hecho o no sueles hacerlo te invito a intentarlo: Empieza por un minuto, dos minutos, cinco; ábrele un espacio en tu agenda al silencio -literalmente-, dedica un momento de tu día a no hacer nada, siéntate a simplemente ser, a sentir, a observarte, a escucharte. Incluso si esto suena raro, difícil, o carente de sentido, te reitero la invitación -aun con más razón-.